26 de octubre de 2017

Cuando somos niños las canciones cuentan historias llenas de misterio. Hablan de amores, de tropiezos y dolores que parecen promesas y oportunidades. Nos podemos imaginar los sentimientos, los caminos que llevaron a alguien a cantar así, a tejer esas palabras. Nos podemos identificar, quizás, con algunos cariños y anhelos más cercanos. Por eso las letras y melodías que hablan de los padres nos mueven el pequeño corazón y los cantamos a gritos en los festivales. Y luego crecemos.

Crecer bien es tropezar bien. Volverse una herida andante a veces y otras una nube. De pronto las canciones, que siguen siendo tan ajenas, ya no cuentan sólo promesas… se vuelven evidencias y losetas, hasta pilares de alguien que fuimos. Esa dedicatoria recibida, ese dialecto en otra voz humana o de algún instrumento. Nos volvemos lenguaje de otros y ante nosotros se descubre el significado que podemos poseer. Empieza a tener sentido lo que antes nos resultaba enigmático e incomprensible. Si somos valientes podríamos incluso ceder, ante la soledad de un automóvil en complicidad con el radio, a un nudo en la garganta al reconocernos en algún coro o estrofa, al revivir un ardor o agradecer un estruendo. Y ahí siguen las vidas de otros llenando el mundo de música y canciones, para que entre tanto ruido podamos ser sorprendidos por la mezcla perfecta de nostalgia y esperanza.

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