21 de enero de 2011

El Mar

Todo comenzó quizás con una gotera de silencio. Se coló poco a poco en los rincones y recobecos de los que no hablamos. No solo fue un olvido, se volvió una regla. Pisando charcos nos acostumbramos a estar fríos y mojados.

La gotera creció y se volvió un manantial, de los puros que tanto ahogan como dan vida. El agua a los tobillos a veces es divertida y andamos así, con un poco de trabajo.

Con el nivel a las rodillas se vuelve todo confuso. No es posible nadar ni andar. Así se cuela más arriba, sube por las venas y enfría todo el cuerpo. Preferimos no mirar el agua, no mencionarla para que no crezca, aprender a seguir.

Confieso que me tropecé. Entre el cansancio y las mareas me tropecé y caí de lleno. Empapada y sorprendida de la caída, del trago frío y la falta de aire. Me arropaste e intentaste secar... casi entendiste. Fue mi culpa. Este tropiezo abrió la llave y todo empezó a cubrirse.

Hay que nadar, intentar flotar, olvidar incluso... aprender mejor. Pero cansa y el agua nos rebasó. Nos dejó a la suerte mientras seguía llenando cada esquina y cada mueble, cada traste.

Salimos a tomar aire, a dejar nuestras extremidades descansar por un momento o más. Y así quedamos, exhaustos y callados. Casi derrotados tras la tormenta, apenas mirando de una orilla a la otra. Y ahí esta con sus vaivenes y olas, ahí está esperando nuestra valentía y los nuevas ganas. Confiando en nuestra lucha, en nuestras almas.

El mar entre nosotros.

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