1 de marzo de 2011

Hubo una vez un libro que escapó de su autor. Corrió por varios ojos y encontró cobijo entre la miel de un par de pupilas. Pero ese refugio no estaba completo, y las letras a veces aun salían a recorrer recobecos de adoquín. Un día la boca de esos ojos miel dijeron la palabra mágica y otros poros escucharon. Movieron los vientos y viajaron en nubes hasta encontrar de nuevo los arrollos entre párrafos y las ramas entre páginas. El mundo estaba completo. Casi ni rastro de la mente maestra podía ser intuida, sólo los latidos acompasados y estruendosos de un encuentro.

Sin embargo ese andar era prohibido, y si bien se iluminaron las calles y danzaron las otoñales hojas al crujir de esos pasos compartidos, el tiempo estaba cayendo por la cintura de aquel reloj. Había un final y era claro... y ese final llegó.

El papel se volvió amarillo, la portada temida, los misterios y sus secretos punzadas dolorosas. Se guardó el libro en un rincón de un cuarto con demasiados recobecos. Pero respira porque es vida y de vez en cuando tose y da a algun alma, ahora alejada un suspiro con sabor a atardecer y a descubrir.

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